Buena parte de mi vida profesional
la he pasado viajando y de itinerante conduciendo un vehículo, casi
siempre uno de esos que les llaman “pick-up”. Y debo de reconocer que esta
actividad saca en mi algo que en realidad es muy egoísta.
Aunque soy un ser bastante gregario y no puedo vivir sin gente alrededor
mío y sobre todo sin mi familia, algo me pasa cuando salgo a manejar y “tiro pal’monte”. Lo que ocurre es que
disfruto de una manera singular el hacerlo sin compañía, solo yo y mi alma.
Salir muy temprano, todavía obscuro, medio frio, medio húmedo el
ambiente y con una taza de café recién hecho, es como un rito de años. Pero eso
sí, solo un café. Así puedo pararme en los puestos de comida a orilla de
carretera y echarme una torta de tamal y un atolito, o algún antojo local. Pero
triste mi calavera! acá donde vivo ahora no hay de esas delicias y pues como
dicen en Chiapas “ni modos” a cargar un itacate. En fin, sigo con mi relato.
Con café en mano, con el “friesito” en la cara y todavía medio tieso de
las coyunturas, comienzo mi viaje. De inmediato música, el componente perfecto
para el viaje. Me pone en el “modo” adecuado, expectante y confortable. Una sensación
especial recorre mi cuerpo, la imaginación corre libre ¿Qué veré? ¿Qué me
encontrare?
Los viajes, resultan no solo ser viajes físicos de ir de un sitio a
otro, conociendo y trabajando, si no también promueven viajes dentro de mí, de mi
yo reflexivo, de mi yo oculto. Mi mente vaga y busca en mi memoria recuerdos o
quizás respuestas a mis preguntas, a mis problemas, viejos y nuevos, recordando
y pensando en personas, lugares y experiencias. No puedo dejar de pensar.
A menudo las memorias son disparadas por algún detalle del viaje, del
camino o muchas veces por la música. Una canción en particular me pone a
recordar a un lugar específico y en consecuencia a personas con las que estaba
en ese momento y espacio.
Paso rápidamente la parte de casas de las ciudades y llego a la
irremplazable parada para cargar gasolina. Lleno el tanque, checo las llantas y
continúo. Este contratiempo solo me hace querer ya dejar la “civilización”
atrás para comenzar con el paisaje “natural”. Ya comienza a amanecer.
El amanecer. Tanto se ha escrito de la maravilla que es y sigo pensando
que se quedan cortos. Es una hora mágica, muy especial. Sé que muchas personas les
disgusta levantarse temprano, pero si tan solo pudieran experimentar un
amanecer rompiendo en una vereda en el bosque, o sobre un camino duro y fresco
en el desierto, o caminando entre sembradíos de maíz o dentro de un cacaotal, o
abriendo la puerta húmeda y con gotas de rocío de una tienda de campaña o
incluso bañándose con agua fría en un río que corre perdido por la selva, entonces
quizás encontrarían una razón para levantarse temprano e iniciar sus vidas.
Iniciarla con la sensación de que la tierra está amaneciendo, trayendo todo,
luz, humedad, olor y el rítmico movimiento de que la vida comienza.
Con el amanecer, el viaje
comienza para mí y mis ojos tratan de captar todo. El ruido del motor y el
tráfico se olvidan, solo oigo la música y mis ojos el camino. Mi cuerpo
comienza a estar en como un trance.
Al transitar muchas veces voy a la orilla de la vegetación y voy
tratando de identificar los árboles, saber que edades tienen, como se está
desarrollando el bosque de que se trate,
su salud, etc. Como diría un forestal europeo que conocí hace muchos años, trato
de “leer” la vegetación. En realidad las formas, colores y texturas, las distribuciones
de ellos, dicen muchas cosas de la vegetación misma. Y claro, solo es una
perspectiva general, lo bueno y definitivo ocurre cuando estás ahí, al lado de
los árboles, revisándolos, auscultándolos, preguntándoles de sus vidas y de
esos seres tan interesantes que son los insectos que viven en y dentro de ellos.
A medida que voy manejando y comienzo a ver las primeras pinceladas de
vegetación, me llaga la necesidad de abrir la ventanilla y oler, sentir el
ambiente con la piel. Sin siquiera abrir los ojos se puede deducir donde anda
uno. Si es frio, si es caliente, si es húmedo, si es seco, los olores son tan
diversos. Y todo ello se complementa con los sonidos. Mas es imposible no abrir
los ojos. Con ellos se tiene una perfecta noción del lugar en que estamos y
pasamos. Verdes, tonos de amarillos, blancos, negros, grises o azules. La necesidad de parar y caminar un
poco en la naturaleza se hace apremiante. Y lo hago y lo hare siempre, sin
importar mi destino o el tiempo con el que cuente.
De repente a lo lejos vislumbro una formación diferente. El camino se va
haciendo más pendiente, más lenta la marcha. Algo en la vegetación es diferente.
Solo un tipo de árboles y un tipo de sotobosque. La biodiversidad se ha
reducido ¿A qué altura andamos? 600 metros sobre el nivel del mar, un poco
antes de llegar a Motozintla, Chiapas, mmmmmmmm, bosque de pino y encino con
pastizal. De inmediato me trasporto mentalmente a otro bosque parecido, solo que
a mayor altura, 2 400 metros sobre el nivel del mar, bosque de oyamel. Como
magia o como un recuerdo expectante a salir, me viene la imagen de mi madre
sentada sobre unas piedras en un riachuelo, feliz como una adolescente rodeada
de mariposas monarcas que revolotean por miles arriba de la somera corriente de
agua y de mi padre, él con su chaleco verde, feliz, como niño bromista
fotografiando todo. Continúo cuesta arriba y bordeo el cerro y poco a poco
llego a la otra vertiente del mismo. Aparece a la derecha un calvero natural en
donde tontamente han sembrado duraznos. La gente no aprende. Nada crece en un
calvero natural, únicamente pastos ¿La razón? Es una cuestión de microclima. En
lugares así, durante muchos días al año, la temperatura baja tanto que el agua
superficial presente en donde se desarrollan las raíces se enfría y hasta se
congela, limitando fuertemente su
crecimiento y permitiendo solo el desarrollo de plantas tan resistentes como
los pastos.
Sigo mis viajes, sigo mi relato. Esta vez la carretera es de terracería,
plana, de tierra más bien blanca, como caliza, blanqueada por el fuerte sol,
cuya luz y temperatura se siente preponderante en todo. Prácticamente lo siento
hasta dentro del vehículo. A mi paso
nubes de polvo blanco cubren las orillas del camino, van elaborando una estela blanquecina,
difusa y seca que marca el camino que dejo atrás. A pesar del calor, se siente
algo de humedad y los árboles son no muy altos pero si numerosos, con trocos
grisáceos, pálidos o blanquecinos. Muchos de ellos con hojas compuestas, con
muchas hojuelas, con vainas colgando, Leguminosas, seguro. Algunos floreando y
varios desnudos totalmente, sin hojas. Por todas partes salen del terreno
grandes piedras o montículos de tierra y piedra blanca. Continúo y más adelante
hago un alto. No puedo seguir, tengo que parar e ir a ver de cerca dos árboles
que, un poco más de la orilla de la carretera, se elevan y se coronan con
flores extremadamente llamativas. Uno de un color amarillo muy intenso, como pintado
al óleo y el otro con flores de un rico anaranjado, muy parecido a mis flores
favoritas, el cempaxúchitl, la flor de muertos. Ya platicare en otro relato sobre
esas flores una anécdota harto vergonzosa para mí, y totalmente tragicómica
para Laura y su familia. Pero regresando a los árboles. El amarillo resulto ser
un guayacán, primo de las primaveras, ambas Bignoniaceas; el anaranjado era un
cupapé o siricote, una Cordiaceae, con sus frutos comestibles apenas saliendo
de entre las flores, su madera es una de las más bellas maderas tropicales de
América, dura, de rico color rojizo obscuro y con algún veteado negro. Woww! que contraste tan fuerte, tan hermoso
este paisaje tropical de la península de Yucatán; los colores, el calor, las
texturas y tonos de verde en contra del inundante y omnipresente color de la
tierra blanca, del sahkab de los mayas.
En el camino siempre hay sorpresas, de todo tipo. En uno de mis viajes
presencie algo que de verdad me dejó una profunda huella y como dicen, me hizo
sentir inmensamente pequeño y realmente como parte del universo. Si, suena a
cliché, pero déjenme contarles. Ocurrió en la noche, no en el día. Aunque en
numerosas ocasiones exploro a esas horas, primordialmente lo hago por animales
(eso me lleva a acordarme de otra anécdota muy curiosa y de gran burla y
celebración en mi familia), es decir para observar a los animales nocturnos. Pero
no esta vez. Eran como las doce de la noche en la parte más norte de lo que se
considera la carretera Panamericana, a tan solo 1000 km de la frontera con
Alaska. El camino recto, como regla, profundamente obscuro, con trabajos se
veía las sombras obscuras de los densos bosques de pino y pinabete a ambos
lados del camino. Sus siluetas se recortaban en contra de un cielo, obscuro,
enorme, absoluta y positivamente tachado con todas las estrellas existentes en
esa parte del firmamento. Parecido a lo que ve uno cuando uno está en una playa
a la orilla del mar, lejos de cualquier población. Yo manejaba y mi acompañante
iba dormido. Yo pendiente del camino, sobre todo por ser recto y estar en
sitios donde la fauna silvestre es grande y abundante (venados, alces y uno que
otro coyote). Por ello no había puesto mucha atención al cielo, el cual, obscuro
pero despejado, tenía algo que no había visto desde muchos kilómetros atrás.
Sin querer, levante mí mirada más allá de mí horizonte de manejo y lo que vi me
dejo totalmente boquiabierto. No supe en que momento pare. Me detuve por
completo y en medio de la carretera apague las luces y el motor. No me importo
nada. Aunque viéndolo en perspectiva, a esas horas, en esa carretera,
difícilmente alguien transita. Mi compañero de viaje seguía dormido. Arriba de
nosotros, arriba del camino, del bosque, de la tierra misma, danzaban con
belleza indescriptible colores en el cielo, si ¡en el cielo! Eran como cortinas
multicolores que se movían y lo hacían muy aparentemente aunque como sin ritmo.
Pero se movían y si ¡lo hacían allá arriba! Me asombraba aún más el hecho de
que no había sonido alguno. La experiencia de uno es que viendo algo así, uno
esperaría sonido, pues el movimiento es tan aparente y los colores tan
brillantes, que nuestra mente solo se evade y quiere encontrar algo similar y
solo recuerda una proyección de cine. Pero no, solo color y movimiento. Me
baje, cerré la puerta tras de mí y aunque hacia frio no lo sentía, camine varios
metros enfrente de la camioneta, dejando que la obscuridad me envolviera y me
tragara como parte de todo. Con esa obscuridad en el suelo, en el horizonte y
con la cúpula del cielo estrellado, me sentí como parte de todo y a la vez como
solo un punto que veía, disfrutaba atónito y en silencio profundo mi primera
visión de la aurora borealis. Que
experiencia, ¡Yo diría espiritual! Sin duda la consideraría una de las
experiencias más bellas como habitante en este planeta natural.
Al inicio de mi relato decía de este aspecto egoísta mío me preocupaba. Sin
embargo a lo largo de mi vida, he comprendido que, cuando menos en mi caso,
necesito experimentar personalmente algo para poder mostrarlo fielmente a los
que me rodean. Y haciendo una reflexión rápida, así ha sido mi vida. Pues
cuando he vuelto a esos lugares o los he recorrido ya en compañía de Laura, mi
familia o de mis amigos, los paisajes tienen otra dimensión, diferente a la que
yo experimenté solo. La dimensión de compartir algo como muy personal con
personas especiales, su disfrute es nuevo y con una dimensión diferente. Es
otra experiencia, una que la vida nos da al compartir algo tan especial para
uno.
Estoy esperando el momento que con Laura y mis hijos podamos ver juntos
la aurora boreal y saber que sienten ellos, o como la viven. Ese será un día
especial en mi vida, mi vida de biólogo itinerante y de paso por la impresionante
naturaleza de este planeta en que vivimos.
…. La soledad es una tormenta
silenciosa que rompe todas nuestras ramas muertas… sin embargo, envía nuestras
raíces vivas más profundamente en el corazón vivo de la tierra viva…. Gibran
Kahlil Gibran
Jorge E. Macías-Sámano
Vancouver, BC, Canadá
Septiembre 2013

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