miércoles, 4 de septiembre de 2013

::Otra vez en la carretera, otra vez dentro de mis memorias::








              Buena parte de mi vida profesional  la he pasado viajando y de itinerante conduciendo un vehículo, casi siempre uno de esos que les llaman “pick-up”. Y debo de reconocer que esta actividad saca en mi algo que en realidad es muy egoísta.
Aunque soy un ser bastante gregario y no puedo vivir sin gente alrededor mío y sobre todo sin mi familia, algo me pasa cuando salgo a manejar  y “tiro pal’monte”. Lo que ocurre es que disfruto de una manera singular el hacerlo sin compañía, solo yo y mi alma.
Salir muy temprano, todavía obscuro, medio frio, medio húmedo el ambiente y con una taza de café recién hecho, es como un rito de años. Pero eso sí, solo un café. Así puedo pararme en los puestos de comida a orilla de carretera y echarme una torta de tamal y un atolito, o algún antojo local. Pero triste mi calavera! acá donde vivo ahora no hay de esas delicias y pues como dicen en Chiapas “ni modos” a cargar un itacate. En fin, sigo con mi relato.
Con café en mano, con el “friesito” en la cara y todavía medio tieso de las coyunturas, comienzo mi viaje. De inmediato música, el componente perfecto para el viaje. Me pone en el “modo” adecuado, expectante y confortable. Una sensación especial recorre mi cuerpo, la imaginación corre libre ¿Qué veré? ¿Qué me encontrare?
Los viajes, resultan no solo ser viajes físicos de ir de un sitio a otro, conociendo y trabajando, si no también promueven viajes dentro de mí, de mi yo reflexivo, de mi yo oculto. Mi mente vaga y busca en mi memoria recuerdos o quizás respuestas a mis preguntas, a mis problemas, viejos y nuevos, recordando y pensando en personas, lugares y experiencias. No puedo dejar de pensar.
A menudo las memorias son disparadas por algún detalle del viaje, del camino o muchas veces por la música. Una canción en particular me pone a recordar a un lugar específico y en consecuencia a personas con las que estaba en ese momento y espacio.
Paso rápidamente la parte de casas de las ciudades y llego a la irremplazable parada para cargar gasolina. Lleno el tanque, checo las llantas y continúo. Este contratiempo solo me hace querer ya dejar la “civilización” atrás para comenzar con el paisaje “natural”. Ya comienza a amanecer.
El amanecer. Tanto se ha escrito de la maravilla que es y sigo pensando que se quedan cortos. Es una hora mágica, muy especial. Sé que muchas personas les disgusta levantarse temprano, pero si tan solo pudieran experimentar un amanecer rompiendo en una vereda en el bosque, o sobre un camino duro y fresco en el desierto, o caminando entre sembradíos de maíz o dentro de un cacaotal, o abriendo la puerta húmeda y con gotas de rocío de una tienda de campaña o incluso bañándose con agua fría en un río que corre perdido por la selva, entonces quizás encontrarían una razón para levantarse temprano e iniciar sus vidas. Iniciarla con la sensación de que la tierra está amaneciendo, trayendo todo, luz, humedad, olor y el rítmico movimiento de que la vida comienza.
Con el amanecer,  el viaje comienza para mí y mis ojos tratan de captar todo. El ruido del motor y el tráfico se olvidan, solo oigo la música y mis ojos el camino. Mi cuerpo comienza a estar en como un trance.
Al transitar muchas veces voy a la orilla de la vegetación y voy tratando de identificar los árboles, saber que edades tienen, como se está desarrollando el bosque  de que se trate, su salud, etc. Como diría un forestal europeo que conocí hace muchos años, trato de “leer” la vegetación. En realidad las formas, colores y texturas, las distribuciones de ellos, dicen muchas cosas de la vegetación misma. Y claro, solo es una perspectiva general, lo bueno y definitivo ocurre cuando estás ahí, al lado de los árboles, revisándolos, auscultándolos, preguntándoles de sus vidas y de esos seres tan interesantes que son los insectos que viven en y dentro de ellos.
A medida que voy manejando y comienzo a ver las primeras pinceladas de vegetación, me llaga la necesidad de abrir la ventanilla y oler, sentir el ambiente con la piel. Sin siquiera abrir los ojos se puede deducir donde anda uno. Si es frio, si es caliente, si es húmedo, si es seco, los olores son tan diversos. Y todo ello se complementa con los sonidos. Mas es imposible no abrir los ojos. Con ellos se tiene una perfecta noción del lugar en que estamos y pasamos. Verdes, tonos de amarillos, blancos, negros, grises  o azules. La necesidad de parar y caminar un poco en la naturaleza se hace apremiante. Y lo hago y lo hare siempre, sin importar mi destino o el tiempo con el que cuente.
De repente a lo lejos vislumbro una formación diferente. El camino se va haciendo más pendiente, más lenta la marcha. Algo en la vegetación es diferente. Solo un tipo de árboles y un tipo de sotobosque. La biodiversidad se ha reducido ¿A qué altura andamos? 600 metros sobre el nivel del mar, un poco antes de llegar a Motozintla, Chiapas, mmmmmmmm, bosque de pino y encino con pastizal. De inmediato me trasporto mentalmente a otro bosque parecido, solo que a mayor altura, 2 400 metros sobre el nivel del mar, bosque de oyamel. Como magia o como un recuerdo expectante a salir, me viene la imagen de mi madre sentada sobre unas piedras en un riachuelo, feliz como una adolescente rodeada de mariposas monarcas que revolotean por miles arriba de la somera corriente de agua y de mi padre, él con su chaleco verde, feliz, como niño bromista fotografiando todo. Continúo cuesta arriba y bordeo el cerro y poco a poco llego a la otra vertiente del mismo. Aparece a la derecha un calvero natural en donde tontamente han sembrado duraznos. La gente no aprende. Nada crece en un calvero natural, únicamente pastos ¿La razón? Es una cuestión de microclima. En lugares así, durante muchos días al año, la temperatura baja tanto que el agua superficial presente en donde se desarrollan las raíces se enfría y hasta se congela, limitando fuertemente  su crecimiento y permitiendo solo el desarrollo de plantas tan resistentes como los pastos.
Sigo mis viajes, sigo mi relato. Esta vez la carretera es de terracería, plana, de tierra más bien blanca, como caliza, blanqueada por el fuerte sol, cuya luz y temperatura se siente preponderante en todo. Prácticamente lo siento hasta dentro del vehículo.  A mi paso nubes de polvo blanco cubren las orillas del camino, van elaborando una estela blanquecina, difusa y seca que marca el camino que dejo atrás. A pesar del calor, se siente algo de humedad y los árboles son no muy altos pero si numerosos, con trocos grisáceos, pálidos o blanquecinos. Muchos de ellos con hojas compuestas, con muchas hojuelas, con vainas colgando, Leguminosas, seguro. Algunos floreando y varios desnudos totalmente, sin hojas. Por todas partes salen del terreno grandes piedras o montículos de tierra y piedra blanca. Continúo y más adelante hago un alto. No puedo seguir, tengo que parar e ir a ver de cerca dos árboles que, un poco más de la orilla de la carretera, se elevan y se coronan con flores extremadamente llamativas. Uno de un color amarillo muy intenso, como pintado al óleo y el otro con flores de un rico anaranjado, muy parecido a mis flores favoritas, el cempaxúchitl, la flor de muertos. Ya platicare en otro relato sobre esas flores una anécdota harto vergonzosa para mí, y totalmente tragicómica para Laura y su familia. Pero regresando a los árboles. El amarillo resulto ser un guayacán, primo de las primaveras, ambas Bignoniaceas; el anaranjado era un cupapé o siricote, una Cordiaceae, con sus frutos comestibles apenas saliendo de entre las flores, su madera es una de las más bellas maderas tropicales de América, dura, de rico color rojizo obscuro y con algún veteado negro.  Woww! que contraste tan fuerte, tan hermoso este paisaje tropical de la península de Yucatán; los colores, el calor, las texturas y tonos de verde en contra del inundante y omnipresente color de la tierra blanca, del sahkab de los mayas.
En el camino siempre hay sorpresas, de todo tipo. En uno de mis viajes presencie algo que de verdad me dejó una profunda huella y como dicen, me hizo sentir inmensamente pequeño y realmente como parte del universo. Si, suena a cliché, pero déjenme contarles. Ocurrió en la noche, no en el día. Aunque en numerosas ocasiones exploro a esas horas, primordialmente lo hago por animales (eso me lleva a acordarme de otra anécdota muy curiosa y de gran burla y celebración en mi familia), es decir para observar a los animales nocturnos. Pero no esta vez. Eran como las doce de la noche en la parte más norte de lo que se considera la carretera Panamericana, a tan solo 1000 km de la frontera con Alaska. El camino recto, como regla, profundamente obscuro, con trabajos se veía las sombras obscuras de los densos bosques de pino y pinabete a ambos lados del camino. Sus siluetas se recortaban en contra de un cielo, obscuro, enorme, absoluta y positivamente tachado con todas las estrellas existentes en esa parte del firmamento. Parecido a lo que ve uno cuando uno está en una playa a la orilla del mar, lejos de cualquier población. Yo manejaba y mi acompañante iba dormido. Yo pendiente del camino, sobre todo por ser recto y estar en sitios donde la fauna silvestre es grande y abundante (venados, alces y uno que otro coyote). Por ello no había puesto mucha atención al cielo, el cual, obscuro pero despejado, tenía algo que no había visto desde muchos kilómetros atrás. Sin querer, levante mí mirada más allá de mí horizonte de manejo y lo que vi me dejo totalmente boquiabierto. No supe en que momento pare. Me detuve por completo y en medio de la carretera apague las luces y el motor. No me importo nada. Aunque viéndolo en perspectiva, a esas horas, en esa carretera, difícilmente alguien transita. Mi compañero de viaje seguía dormido. Arriba de nosotros, arriba del camino, del bosque, de la tierra misma, danzaban con belleza indescriptible colores en el cielo, si ¡en el cielo! Eran como cortinas multicolores que se movían y lo hacían muy aparentemente aunque como sin ritmo. Pero se movían y si ¡lo hacían allá arriba! Me asombraba aún más el hecho de que no había sonido alguno. La experiencia de uno es que viendo algo así, uno esperaría sonido, pues el movimiento es tan aparente y los colores tan brillantes, que nuestra mente solo se evade y quiere encontrar algo similar y solo recuerda una proyección de cine. Pero no, solo color y movimiento. Me baje, cerré la puerta tras de mí y aunque hacia frio no lo sentía, camine varios metros enfrente de la camioneta, dejando que la obscuridad me envolviera y me tragara como parte de todo. Con esa obscuridad en el suelo, en el horizonte y con la cúpula del cielo estrellado, me sentí como parte de todo y a la vez como solo un punto que veía, disfrutaba atónito y en silencio profundo mi primera visión de la aurora borealis. Que experiencia, ¡Yo diría espiritual! Sin duda la consideraría una de las experiencias más bellas como habitante en este planeta natural.
Al inicio de mi relato decía de este aspecto egoísta mío me preocupaba. Sin embargo a lo largo de mi vida, he comprendido que, cuando menos en mi caso, necesito experimentar personalmente algo para poder mostrarlo fielmente a los que me rodean. Y haciendo una reflexión rápida, así ha sido mi vida. Pues cuando he vuelto a esos lugares o los he recorrido ya en compañía de Laura, mi familia o de mis amigos, los paisajes tienen otra dimensión, diferente a la que yo experimenté solo. La dimensión de compartir algo como muy personal con personas especiales, su disfrute es nuevo y con una dimensión diferente. Es otra experiencia, una que la vida nos da al compartir algo tan especial para uno.
Estoy esperando el momento que con Laura y mis hijos podamos ver juntos la aurora boreal y saber que sienten ellos, o como la viven. Ese será un día especial en mi vida, mi vida de biólogo itinerante y de paso por la impresionante naturaleza de este planeta en que vivimos.
…. La soledad es una tormenta silenciosa que rompe todas nuestras ramas muertas… sin embargo, envía nuestras raíces vivas más profundamente en el corazón vivo de la tierra viva…. Gibran Kahlil Gibran

Jorge E. Macías-Sámano
Vancouver, BC, Canadá
Septiembre 2013


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