martes, 24 de septiembre de 2013



Sigue de pie nuestro activista de la entomología Jorge Macías Sámano, tergiversando caminos para llevarnos a recónditos parajes históricos de luchas entre insectos no sociales y su simbiote ambiente; en este, su breve relato, une la imposibilidad de una historia que se desarrolla entre amigos y hermanos de la vida, el tiempo, el bosque, sus habitantes...Los invitó esta semana a leer y compartir este hermoso ensayo.

                                                                                                                                     Asunción Orozco Colín.

Serie: Ficción Biológica:

Sobre las Rocallosas, a más de 3000m de altura y todo por el cambio climático…




Volaba… ¿volaba? O, más bien -dada su densidad- nadaba en el fluido del aire que lo envolvía. Su par de alas se batían y remaban –literalmente- desplazando su pequeño cuerpo en el viento por los amplios espacios entre los árboles.
Muchos lo acompañaban, muchos. Sin saberlo y mucho menos buscarlo, se dirigían a colonizar individuos vivos de árboles de pino a miles de kilómetros de ahí. Como sus antepasados, quienes habían conquistado árboles parecidos a las araucarias millones de años atrás, allá por el Carbonífero, y lograron vencer la toxicidad de las resinas con que se defendían las primeras coníferas, desarrollando -en su evolución- mecanismos metabólicos que les permitían detoxificarlas y desecharlas. Como muchas cosas en la naturaleza -con el tiempo y un ganchito-, este proceso fisiológico y los productos que generaba se convertirían en un sistema químico que les permitiría a estos organismos agregarse y colonizar un árbol adulto. Tal colonización sí era exitosa, derivada forzosamente en la muerte del hospedero, es decir, del árbol mismo.
El éxito del mecanismo de agregación de estos organismos traía como consecuencia la muerte de muchos de sus hospederos. Como en una carrera armamentista, los árboles tenían que responder y contener el ataque. Aunque no se pueden mover, desarrollaron mecanismos bioquímicos intrincados para promover otras defensas. Así que los insectos descortezadores, que así se llaman estos organismos, se aliaron a los microorganismos y lograron derribar las nuevas barreras de defensa. Los árboles, a su vez, continuaron variando sus defensas de acuerdo con los sitios donde crecían y según su edad. Esta carrera armamentista ha ocasionado una mutua dependencia entre estos insectos y sus hospederos. Los insectos funcionan como una fuerza renovadora del bosque al mantener poblaciones de árboles jóvenes y sanos, mientras que los arboles proveen con un sustrato nutritivo donde se desenvuelven las generaciones de tales organismos.
Así que, como hace millones de años, millones de insectos emergen en el verano para buscar nuevos sitios de procreación. Las temperaturas son altas, perfectas para volar sin problemas y ser transportados por las corrientes termales ascendentes, para con ello alcanzar un desplazamiento mucho mayor al que sus pequeños cuerpos son capaces de sostener.
Al principio vuelan hacia la luz, hacia el sol. A medida que van quemando energías, sus antenas receptoras se vuelven más sensibles que algunos de los compuestos en el aire que les rodea y baña. Pueden percibir distintos componentes del “olor del bosque” y orientarse con alta especificidad a algunas mezclas, a esas que huelen a pino. Las hembras son las pioneras. Ellas son las que deciden cuál árbol será colonizado y son ellas -no los machos- las que liberan los olores que llevan a los individuos a adherirse a un árbol específico. Miles de insectos se agregan en un árbol y cientos de árboles adultos y sobremaduros son así colonizados y muertos, iniciando el largo proceso del reciclado de la materia orgánica. Con ello, el bosque se rejuvenece; así es la dinámica de esta interacción, esos los papeles ecológicos de ambos.
La generación futura de los descortezadores emergerá en el siguiente verano del arbolado colonizado y que ahora, durante el otoño y el invierno, está ya en franco proceso de deterioro. Los insectos, en el estado inmaduro de larvas, pasan el invierno protegidos por la corteza del árbol y por un mecanismo extraordinario: de manera parecida a varios peces, ranas y algunos mamíferos, su cuerpo comienza a producir un anticongelante que los resguarda de las bajas temperaturas en las Montañas Rocallosas de Canadá. El frío es determinante en la mortalidad de estos insectos y uno de los factores fundamentales para mantener sus poblaciones a niveles normales. Es tal su efecto, que si existen picos de temperatura en donde esta descienda a –40ºC, los insectos perecerán sin duda alguna; lo mismo ocurre si existen periodos prolongados a –30ºC. En cada invierno las bajas temperaturas matan millones de insectos bajo la corteza a pesar de su metabolismo anticongelante.
Todos hemos oído y quizás comenzado a sentir lo que se denomina cambio climático. Hemos escuchado predicciones y tal vez hemos observado algunos modelos que ilustran lo que ocurrirá con la acumulación de CO2 que generamos los humanos con nuestras actividades de desenvolvimiento. Este gas, al producirse en grandes cantidades, ejerce un efecto de calentamiento en la atmósfera, y el planeta, sobre todo las plantas que son las que pueden aprovechar directamente este gas, no lo pueden incorporar a sus funciones y tejidos con la misma velocidad con que lo producimos. Por ello, el CO2 se acumula y calienta la atmósfera. De tal forma que se ha visto que los periodos de temperaturas más cálidas se han extendido, incrementando así la cantidad de fenómenos meteorológicos como sequias, inundaciones y huracanes, entre otros.
Pocos ejemplos claros y comprobables existen sobre las consecuencias del cambio climático en tal o cual proceso en el mundo. En general son predicciones, estadísticas, modelos que recrean posibles escenarios. Sin embargo, los descortezadores de pino en Canadá han dado prueba inequívoca de su efecto y es similar, por no decir “idéntico” a algunas proyecciones.

Los pequeños insectos volaban enérgicamente sobre la vertiente oeste de las Montañas Rocallosas de Canadá, desplazándose por encima de las grandes masas de pino a lo largo del sistema orográfico. Gracias a una serie de veranos largos y a periodos de inviernos benignos, sus números crecieron como en 1982, pero con la gran sequía acaecida en la región en el 2003, los números se incrementaron mucho más. La diferencia radicaba en la reciente disponibilidad de gran cantidad de arbolado estresado y altamente susceptible al ataque exitoso por los descortezadores. Zonas de alto riesgo habían sido colonizadas exitosa y paulatinamente por poblaciones de insectos que crecían. Las cantidades de insectos eran tan grandes que muchos agricultores alarmados reportaban ver nubes de insectos sobre los pinos; inclusive, personal del servicio forestal escuchaban durante sus inspecciones aéreas cómo miles de insectos chocaban constantemente contras sus aeronaves. Nunca se había visto un fenómeno así, y sin embargo, todavía habría más.
Billones de insectos volando en el cielo azul de la vertiente oeste de las Rocallosas, pero sólo algunos de ellos lograban establecerse en los pocos árboles adultos vivos en la región. El impacto del descortezador había sido tal que, en los 12 últimos años, una superficie de 13.5 millones de hectáreas fue infestada y todos los árboles adultos, aniquilados. Lo que equivalía al ¡80 % de la principal especie de pinos de Columbia Británica!
 Habría que seguir volando y hallar comida, pareja y reproducirse, pero ¿a dónde? De pronto, fuertes corrientes ascendentes tomaban masas gigantescas de estos pequeños seres navegando errantes, los elevaban como si fueran papelitos color marrón y los llevaban con ellas. ¿Hacia dónde? ¡Oh, no! A los glaciares, al hielo permanente y sin árboles. Pero ellos nada podían hacer, nada, sólo dejarse llevar y ser arrastrados.
Como sucede en los cuentos, en la ficción, un nuevo elemento entraría en escena, y ocurrió que las corrientes ascendentes llevaron a estos seres diminutos a conectar y transbordar las corrientes denominadas de chorro, esas que por ahí de los 7 000 a 12 000m de altura, desplazan rápidamente masa de aire de oeste a este. Esta nueva vía de transporte de forma fortuita libraba materialmente a los descortezadores de acabar en las cumbres hostiles de las Rocallosas.
Así billones de descortezadores, felices, “le sacaban la lengua” a los picos nevados y seguían suspendidos, libres, vivos y en ruta hacia un nuevo destino. Nuevo en verdad. Del otro lado, en la vertiente este de la cadena montañosa, se extendían planicies casi ininterrumpidas de pastizales  al pie de las montañas y en algunas zonas planas, bosques de pino, un posible alimento y sitio de reproducción para los viajeros. Sólo que estos nuevos pinos no eran de la misma especie que ellos acostumbraban y ni los nuevos pinos habían tenido contacto con estos descortezadores antes. Entonces, ¿se reconocerían? ¿Podrían coexistir como lo hacían en el oeste? El encuentro fue violento, con casualidades en ambos lados mas se había establecido una conexión antes inexistente. La lucha por la vida, como viene ocurriendo en la naturaleza desde sus inicios, se desarrolla en estos momentos entre estos dos organismos y los asociados a ellos.
Y todo por el calentamiento global.
Jorge E. Macías-Sámano
Vancouver, BC, Canadá

Septiembre 2013

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Mujer ten.. Asunción orozco



Nos llaman complicadas, nos consideran peligrosas, nos juzgan de seductoras y nos piensan de armas tomar... Pero somos todas y ninguna, y un poco más.
Asunción O. Colín nos presenta en una serie narrativa su versión del ser mujer día a día, con una perspectiva que va desde las entrañas de la complejidad para hablarnos con una claridad única. Seas hombre o mujer, te invito a que leas esta sección como se debe: disfrutándola.

                                                                                                                 Mitzi M.  Guerrero



Mujer, ten compunción...

                                                                                        


Soy una mujer de trato fácil, amistad difícil de conseguir y relativamente más útil para alternar con los demás que un sobrenombre.
Alta o baja según el ciclo circadiano del día que nací, el ciclo hormonal y otros fenómenos incomprensibles. Güera o morena según la alternancia (aunque mi pelo encanece). ¿Fea? Depende de la luz del día. Soy anodina, lo que no me exime de enemigos. Me visto pandrosa. Escribo documentos de varios tipos, he hablado desde varios escritorios, colaborado en frentes docentes, de  investigación, ambientales, virales y -un día a la semana- familiares.
Señores, escribo -obviamente- desde la infancia, cuando de soslayo en un rincón miré un espejo y no había nadie, ¿saben? Nada. Y junto a nuestro hogar los demás manaban clase. Oigo música, eludo la instrumental; voy a exposiciones -nunca a estrenos-, al teatro y alguna vez, al cine. Prefiero leer o pensar intrincadas, ínclitas desventuras.
Aprendí las cosas erróneamente, pues me dijeron: tienes que ser buena. Eso es fácil, dije. Tal vez si no abría los ojos y observaba a los demás. También a dar. Y recibir con ambas mejillas. No espero siempre golpes. Alguna vez un ramo de flores, no importa si despierta una alergia ajena. A veces aprobaciones, que si viene de bien avasalla y si viene de mal escarnece.
Sufro por costumbre. El llanto en mí es un dispositivo desarticulado: no lloro en un momento sublime ni ante la calamidad; chillo cuando suben el precio del arroz o  cuando pierdo la noción del tiempo para pagar el último recibo del agua.
Confieso un amor, mi amor a la i, í, I, iiiiiiiiiii latina; ibídem mmm me hace pensar en ese lugar en que nos miramos tratando de armar el rompecabezas de espejos rotos que nos regaló la lejanía; ídem, al encontrarse los dedos, entrelazarse, zafarse para abrazarnos; icástico, cuando solo queremos prolongar ese calor súbito, infinito del enamoramiento inmenso; ícono, al rozar los labios, las bocas cerradas, que se entreabren, besan las comisuras de uno y otro lado de los labios, extendiendo la tensión con la mirada que sube a los ojos y baja a los labios, pidiendo… ¿éxtasis?; iconoclasta, el encuentro de unos labios al entreabrirse lento, reconociendo los terrenos, sabores, temblores y se tratan de apretar uno a otro, piden permiso para asomar la tímida lengua; iconómaco, dos labios, que saben a mar, dos mares ocultos que se entrecruzan para no perderse jamás.
Aunque tal vez debí decir: ibídem, de nuevo, ¿desempleada?... ídem, en bochornoso afán de tareas vestigiales; icástico, labrando terrenos sin mérito, ni fruto; ícono, y en un santiamén, oyendo alaridos inmisericordes; iconoclasta, creando diálogos, discursos; iconómaco, aguardando, sin bonos, ni aguinaldo, un amanecer.
Ignota, ágrafa... Mujer, ten compunción…
Continuará…

                                                                                                         Asunción Orozco Colín

martes, 10 de septiembre de 2013

EL DÍA EN QUE SE PROHIBIÓ EL CAFÉ



Sucedió aquella mañana de ese año cenizo en que la sociedad había aceptado que tener todas las respuestas a cada duda existencial, era realmente una pérdida de tiempo y por tanto, de interés. Las ciudades se habían sumergido en un limbo inevitable, inconcebible para algunos a pesar de que las discusiones sobre tal nueva ley, había durado los últimos diez meses de debates, discusiones, riñas internacionales y fines de alianzas que conllevaron a idas y venidas de crisis económicas de mayor y menor peso.
Todo surgió de la frustración de un hombre -¿cómo si no...?- y su mala suerte. Desde que viviera lejos de su hogar para trabajar en la gran capital, en la gran empresa del alto edificio de colores metálicos, tuvo la mala suerte de no encontrar la mezcla apropiada de café para él. Probó de todo: negro con leche, negro sin leche, negro azucarado, negro acanelado, capuccino solo, capuccino caramelo/vainilla francesa/nuez de macadamia, mocca, espresso cortado, doble, sencillo, café vienés, irlandés, mexicano, turco, cubano, colombiano, de Kenia y Brasil, con licor de amaretto, licor de café, cereza, naranja, piloncillo. Arábigo, robusto, orgánicos, descafeinados, tostados medios, oscuros, claros. Martinis, muffins, tiramisú, pasteles fríos. Cafeteras estadounidenses e italianas, prensas francesas, aero-press, sifón, dripper, chemex, pocillos, filtros de tela. Todo, todo probó este hombre, y ninguna mezcla, ninguna cantidad, ni ningún mecanismo lograban satisfacer su paladar sediento del café ideal. La accesibilidad económica y rápida (capitalista) a una buena taza, se había convertido en algo secundario, y luego de tres años viviendo en oscuridad, dedujo que el problema era él, que su relación con tan apreciado granito había terminado sin que él se diera cuenta. Se odiaba a sí mismo. Consultó doctores, especialistas, cafetaleros, baristas, y nadie podía darle una respuesta.
Lo tomaron por loco. Y su locura, lo llevó al ensimismamiento más profundo y aburrido en que alguien puede caer. Sin embargo, no fue hasta un verano en Porto, Portugal –evidentemente- que su delirio no se tornó nocivo para la humanidad. Por motivos laborales, se encontraba en una reunión con colegas de la empresa, tan turistas como él en una tierra de lengua musical y murmurada, en un café de luces cálidas y estilo sobrio y moderno. En un instante de distracción, mientras todos comentaban el tan popular tema de “la crisis” de cualquier nación, reparó en una muchacha que le decía algo a la mesera entre sorbo y sorbo. De repente, no había nada más que mereciese su atención. La chica no soltó la taza; se aferró a ella mientras escribía algo en el ordenador, sacaba un libro de su bolso, hablaba por teléfono, se revisaba el maquillaje en las cejas. Se relamía los labios con deleite, mantenía una sonrisa constante, inmutable e ininterrumpida. Cuando acabó, dejó la taza, pagó y partió. El hombre, intrigado, pidió como pudo un café igual al que le habían dado a aquella muchacha. Afortunadamente la barista hablaba inglés y le dio lo que pedía, con dos galletitas de canela para acompañar. El hombre acercó la taza a los labios como quien está por besar a alguien que se ansía besar, y bebió... Nada. Para no entrar en pánico, pensó en que quizá estaba siendo demasiado exigente sobre las primeras impresiones, y bebió otro sorbo. Se relamió los labios. Absolutamente nada. Eso era café, caliente, recién hecho, recién tostado, enteramente nuevo y fresco. Irritado, el hombre se levantó y fue a la mesa donde estuviera la chica. Tomó la taza, la olfateó, bebió el residuo tibio del café. Técnicamente, estaría mejor el propio en temperatura... Pero no.
Llegó a la conclusión de que estaba jodido, y en tanto que jodido, quería una solución. Pero mientras la buscaba, se le llenaron el alma, la mente y el cuerpo, de una envidia paranoica. Odiaba al café y a todos los que lo bebían, los que disfrutaban, los que salían quince, veinte minutos antes de casa para pasar por una taza en el camino a la escuela o al trabajo. El tiramisú le provocaba nauseas. Para justificar su aberración, se informó sobre todas las desventajas del café, calificando de excusas a las ventajas, y tras hacer una selección subjetiva de lo que había hallado, pensó en que el café, antes que beneficio, era un perjuicio para la sociedad.
Mancha los dientes, acelera el pulso, desordena el ritmo natural de vida, y no deja de ser una droga. Estos y otros argumentos le valieron para hacer un ensayo de 150 páginas que se publicaron en una editorial cuyo mayor requisito, era el compromiso de aceptar la coedición. A los dos meses, el libro ya había sido reseñado, criticado y agotado en las primeras 35 librerías que le concedieran un apartado especial en los corredores. El tono alarmante del escrito llevó a mucha gente a contagiarse de un rechazo increíble hacia el café y sus consumistas. Las cadenas televisivas dedicaron secciones de su programación a investigaciones, documentales, reportajes filmados en distintos puntos del Trópico de Cáncer, a fin de convertirse en partícipes y promotores de esta nueva discusión. Starbucks, Nescafé y Nespresso, lanzaron sus campañas más importantes en sus más de cinco décadas de historia. Muchas cafeterías fueron vandalizadas, muchos baristas y meseros renunciaron. Las Competiciones Nacionales del Café se convirtieron en eventos prácticamente clandestinos y los agricultores dedicados a la cosecha empezaron a informarse sobre los cultivos de tomates y vid.
La pregunta se exponía en distintas voces, caras y mesas, con las mismas palabras: “¿Qué debemos hacer?”. Esta duda llevó a alguien en la ONU, a considerar que tenía razón. En una reunión extraordinaria, fue reunida la mayor cantidad de presidentes posibles con sus mejores asesores... Fanatismos, obsesiones, aburrimiento... Miles de factores intervinieron en la votación que llevó, en un derroche de estupidez, a suspender –de manera indefinida- la producción, comercialización y consumo del café. Ante las quejas, huelgas y protestas por parte del Sector Cafetalero y cafeinómanos, se respondió con el aviso de la prohibición absoluta.
Se eligió una fecha, se establecieron medidas y normas de seguridad. Todo fue dispuesto. La televisión y la radio no transmitían otra cosa. Alguien, al otro lado de las cámaras, al otro lado de las bocinas, leía con una tristeza y rabia evidentes las palabras que letra a letra asesinaban una cultura entera, un fragmento de la vida de millares de personas que esperaban un milagro, algo, alguien que detuviera la horrenda masacre.

El día en que se prohibió el café, todo se paralizó. Fuera de las universidades, empresas, cafeterías, iglesias, restaurantes, periódicos, departamentos, centros comerciales, instituciones públicas, hospitales, se colgaron lazos de distintas tonalidades cafés, a manera de luto. La gente se reunió en torno a los televisores de los cafés con más expectación que los partidos de futbol. Los meseros se mantenían junto a las barras mirando al barista despedirse de la máquina con el dedo índice aún titubeante junto al botón de encendido. En las grandes plazas y las avenidas más transitadas, se apilaban todas las tazas que los policías encontraran. Las máquinas y demás dispositivos manuales se arrojaban en fosas cavadas en los parques infantiles. En un intento de preservar la dignidad y el honor del noble grano, varios cafetaleros se ofrecieron como voluntarios para quemar los cafetales que durante años habían sido más hogar que sus propias casas. Algunas parejas se habían encerrado en las habitaciones, y sentados en las cabeceras de las camas y el suelo, se acariciaban cabezas, hombros, manos, absortos en recuerdos que nunca ocurrirían, en lágrimas sobre las ojeras, en un sabor que se les escapaba de los labios, del sistema nervioso y de la memoria, para siempre...

                                                                                                         Mitzi E. M. Guerrero.
     


miércoles, 4 de septiembre de 2013

::Otra vez en la carretera, otra vez dentro de mis memorias::








              Buena parte de mi vida profesional  la he pasado viajando y de itinerante conduciendo un vehículo, casi siempre uno de esos que les llaman “pick-up”. Y debo de reconocer que esta actividad saca en mi algo que en realidad es muy egoísta.
Aunque soy un ser bastante gregario y no puedo vivir sin gente alrededor mío y sobre todo sin mi familia, algo me pasa cuando salgo a manejar  y “tiro pal’monte”. Lo que ocurre es que disfruto de una manera singular el hacerlo sin compañía, solo yo y mi alma.
Salir muy temprano, todavía obscuro, medio frio, medio húmedo el ambiente y con una taza de café recién hecho, es como un rito de años. Pero eso sí, solo un café. Así puedo pararme en los puestos de comida a orilla de carretera y echarme una torta de tamal y un atolito, o algún antojo local. Pero triste mi calavera! acá donde vivo ahora no hay de esas delicias y pues como dicen en Chiapas “ni modos” a cargar un itacate. En fin, sigo con mi relato.
Con café en mano, con el “friesito” en la cara y todavía medio tieso de las coyunturas, comienzo mi viaje. De inmediato música, el componente perfecto para el viaje. Me pone en el “modo” adecuado, expectante y confortable. Una sensación especial recorre mi cuerpo, la imaginación corre libre ¿Qué veré? ¿Qué me encontrare?
Los viajes, resultan no solo ser viajes físicos de ir de un sitio a otro, conociendo y trabajando, si no también promueven viajes dentro de mí, de mi yo reflexivo, de mi yo oculto. Mi mente vaga y busca en mi memoria recuerdos o quizás respuestas a mis preguntas, a mis problemas, viejos y nuevos, recordando y pensando en personas, lugares y experiencias. No puedo dejar de pensar.
A menudo las memorias son disparadas por algún detalle del viaje, del camino o muchas veces por la música. Una canción en particular me pone a recordar a un lugar específico y en consecuencia a personas con las que estaba en ese momento y espacio.
Paso rápidamente la parte de casas de las ciudades y llego a la irremplazable parada para cargar gasolina. Lleno el tanque, checo las llantas y continúo. Este contratiempo solo me hace querer ya dejar la “civilización” atrás para comenzar con el paisaje “natural”. Ya comienza a amanecer.
El amanecer. Tanto se ha escrito de la maravilla que es y sigo pensando que se quedan cortos. Es una hora mágica, muy especial. Sé que muchas personas les disgusta levantarse temprano, pero si tan solo pudieran experimentar un amanecer rompiendo en una vereda en el bosque, o sobre un camino duro y fresco en el desierto, o caminando entre sembradíos de maíz o dentro de un cacaotal, o abriendo la puerta húmeda y con gotas de rocío de una tienda de campaña o incluso bañándose con agua fría en un río que corre perdido por la selva, entonces quizás encontrarían una razón para levantarse temprano e iniciar sus vidas. Iniciarla con la sensación de que la tierra está amaneciendo, trayendo todo, luz, humedad, olor y el rítmico movimiento de que la vida comienza.
Con el amanecer,  el viaje comienza para mí y mis ojos tratan de captar todo. El ruido del motor y el tráfico se olvidan, solo oigo la música y mis ojos el camino. Mi cuerpo comienza a estar en como un trance.
Al transitar muchas veces voy a la orilla de la vegetación y voy tratando de identificar los árboles, saber que edades tienen, como se está desarrollando el bosque  de que se trate, su salud, etc. Como diría un forestal europeo que conocí hace muchos años, trato de “leer” la vegetación. En realidad las formas, colores y texturas, las distribuciones de ellos, dicen muchas cosas de la vegetación misma. Y claro, solo es una perspectiva general, lo bueno y definitivo ocurre cuando estás ahí, al lado de los árboles, revisándolos, auscultándolos, preguntándoles de sus vidas y de esos seres tan interesantes que son los insectos que viven en y dentro de ellos.
A medida que voy manejando y comienzo a ver las primeras pinceladas de vegetación, me llaga la necesidad de abrir la ventanilla y oler, sentir el ambiente con la piel. Sin siquiera abrir los ojos se puede deducir donde anda uno. Si es frio, si es caliente, si es húmedo, si es seco, los olores son tan diversos. Y todo ello se complementa con los sonidos. Mas es imposible no abrir los ojos. Con ellos se tiene una perfecta noción del lugar en que estamos y pasamos. Verdes, tonos de amarillos, blancos, negros, grises  o azules. La necesidad de parar y caminar un poco en la naturaleza se hace apremiante. Y lo hago y lo hare siempre, sin importar mi destino o el tiempo con el que cuente.
De repente a lo lejos vislumbro una formación diferente. El camino se va haciendo más pendiente, más lenta la marcha. Algo en la vegetación es diferente. Solo un tipo de árboles y un tipo de sotobosque. La biodiversidad se ha reducido ¿A qué altura andamos? 600 metros sobre el nivel del mar, un poco antes de llegar a Motozintla, Chiapas, mmmmmmmm, bosque de pino y encino con pastizal. De inmediato me trasporto mentalmente a otro bosque parecido, solo que a mayor altura, 2 400 metros sobre el nivel del mar, bosque de oyamel. Como magia o como un recuerdo expectante a salir, me viene la imagen de mi madre sentada sobre unas piedras en un riachuelo, feliz como una adolescente rodeada de mariposas monarcas que revolotean por miles arriba de la somera corriente de agua y de mi padre, él con su chaleco verde, feliz, como niño bromista fotografiando todo. Continúo cuesta arriba y bordeo el cerro y poco a poco llego a la otra vertiente del mismo. Aparece a la derecha un calvero natural en donde tontamente han sembrado duraznos. La gente no aprende. Nada crece en un calvero natural, únicamente pastos ¿La razón? Es una cuestión de microclima. En lugares así, durante muchos días al año, la temperatura baja tanto que el agua superficial presente en donde se desarrollan las raíces se enfría y hasta se congela, limitando fuertemente  su crecimiento y permitiendo solo el desarrollo de plantas tan resistentes como los pastos.
Sigo mis viajes, sigo mi relato. Esta vez la carretera es de terracería, plana, de tierra más bien blanca, como caliza, blanqueada por el fuerte sol, cuya luz y temperatura se siente preponderante en todo. Prácticamente lo siento hasta dentro del vehículo.  A mi paso nubes de polvo blanco cubren las orillas del camino, van elaborando una estela blanquecina, difusa y seca que marca el camino que dejo atrás. A pesar del calor, se siente algo de humedad y los árboles son no muy altos pero si numerosos, con trocos grisáceos, pálidos o blanquecinos. Muchos de ellos con hojas compuestas, con muchas hojuelas, con vainas colgando, Leguminosas, seguro. Algunos floreando y varios desnudos totalmente, sin hojas. Por todas partes salen del terreno grandes piedras o montículos de tierra y piedra blanca. Continúo y más adelante hago un alto. No puedo seguir, tengo que parar e ir a ver de cerca dos árboles que, un poco más de la orilla de la carretera, se elevan y se coronan con flores extremadamente llamativas. Uno de un color amarillo muy intenso, como pintado al óleo y el otro con flores de un rico anaranjado, muy parecido a mis flores favoritas, el cempaxúchitl, la flor de muertos. Ya platicare en otro relato sobre esas flores una anécdota harto vergonzosa para mí, y totalmente tragicómica para Laura y su familia. Pero regresando a los árboles. El amarillo resulto ser un guayacán, primo de las primaveras, ambas Bignoniaceas; el anaranjado era un cupapé o siricote, una Cordiaceae, con sus frutos comestibles apenas saliendo de entre las flores, su madera es una de las más bellas maderas tropicales de América, dura, de rico color rojizo obscuro y con algún veteado negro.  Woww! que contraste tan fuerte, tan hermoso este paisaje tropical de la península de Yucatán; los colores, el calor, las texturas y tonos de verde en contra del inundante y omnipresente color de la tierra blanca, del sahkab de los mayas.
En el camino siempre hay sorpresas, de todo tipo. En uno de mis viajes presencie algo que de verdad me dejó una profunda huella y como dicen, me hizo sentir inmensamente pequeño y realmente como parte del universo. Si, suena a cliché, pero déjenme contarles. Ocurrió en la noche, no en el día. Aunque en numerosas ocasiones exploro a esas horas, primordialmente lo hago por animales (eso me lleva a acordarme de otra anécdota muy curiosa y de gran burla y celebración en mi familia), es decir para observar a los animales nocturnos. Pero no esta vez. Eran como las doce de la noche en la parte más norte de lo que se considera la carretera Panamericana, a tan solo 1000 km de la frontera con Alaska. El camino recto, como regla, profundamente obscuro, con trabajos se veía las sombras obscuras de los densos bosques de pino y pinabete a ambos lados del camino. Sus siluetas se recortaban en contra de un cielo, obscuro, enorme, absoluta y positivamente tachado con todas las estrellas existentes en esa parte del firmamento. Parecido a lo que ve uno cuando uno está en una playa a la orilla del mar, lejos de cualquier población. Yo manejaba y mi acompañante iba dormido. Yo pendiente del camino, sobre todo por ser recto y estar en sitios donde la fauna silvestre es grande y abundante (venados, alces y uno que otro coyote). Por ello no había puesto mucha atención al cielo, el cual, obscuro pero despejado, tenía algo que no había visto desde muchos kilómetros atrás. Sin querer, levante mí mirada más allá de mí horizonte de manejo y lo que vi me dejo totalmente boquiabierto. No supe en que momento pare. Me detuve por completo y en medio de la carretera apague las luces y el motor. No me importo nada. Aunque viéndolo en perspectiva, a esas horas, en esa carretera, difícilmente alguien transita. Mi compañero de viaje seguía dormido. Arriba de nosotros, arriba del camino, del bosque, de la tierra misma, danzaban con belleza indescriptible colores en el cielo, si ¡en el cielo! Eran como cortinas multicolores que se movían y lo hacían muy aparentemente aunque como sin ritmo. Pero se movían y si ¡lo hacían allá arriba! Me asombraba aún más el hecho de que no había sonido alguno. La experiencia de uno es que viendo algo así, uno esperaría sonido, pues el movimiento es tan aparente y los colores tan brillantes, que nuestra mente solo se evade y quiere encontrar algo similar y solo recuerda una proyección de cine. Pero no, solo color y movimiento. Me baje, cerré la puerta tras de mí y aunque hacia frio no lo sentía, camine varios metros enfrente de la camioneta, dejando que la obscuridad me envolviera y me tragara como parte de todo. Con esa obscuridad en el suelo, en el horizonte y con la cúpula del cielo estrellado, me sentí como parte de todo y a la vez como solo un punto que veía, disfrutaba atónito y en silencio profundo mi primera visión de la aurora borealis. Que experiencia, ¡Yo diría espiritual! Sin duda la consideraría una de las experiencias más bellas como habitante en este planeta natural.
Al inicio de mi relato decía de este aspecto egoísta mío me preocupaba. Sin embargo a lo largo de mi vida, he comprendido que, cuando menos en mi caso, necesito experimentar personalmente algo para poder mostrarlo fielmente a los que me rodean. Y haciendo una reflexión rápida, así ha sido mi vida. Pues cuando he vuelto a esos lugares o los he recorrido ya en compañía de Laura, mi familia o de mis amigos, los paisajes tienen otra dimensión, diferente a la que yo experimenté solo. La dimensión de compartir algo como muy personal con personas especiales, su disfrute es nuevo y con una dimensión diferente. Es otra experiencia, una que la vida nos da al compartir algo tan especial para uno.
Estoy esperando el momento que con Laura y mis hijos podamos ver juntos la aurora boreal y saber que sienten ellos, o como la viven. Ese será un día especial en mi vida, mi vida de biólogo itinerante y de paso por la impresionante naturaleza de este planeta en que vivimos.
…. La soledad es una tormenta silenciosa que rompe todas nuestras ramas muertas… sin embargo, envía nuestras raíces vivas más profundamente en el corazón vivo de la tierra viva…. Gibran Kahlil Gibran

Jorge E. Macías-Sámano
Vancouver, BC, Canadá
Septiembre 2013