Sucedió aquella mañana de ese año
cenizo en que la sociedad había aceptado que tener todas las respuestas a cada
duda existencial, era realmente una pérdida de tiempo y por tanto, de interés.
Las ciudades se habían sumergido en un limbo inevitable, inconcebible para
algunos a pesar de que las discusiones sobre tal nueva ley, había durado los
últimos diez meses de debates, discusiones, riñas internacionales y fines de
alianzas que conllevaron a idas y venidas de crisis económicas de mayor y menor
peso.
Todo surgió
de la frustración de un hombre -¿cómo si no...?- y su mala suerte. Desde que
viviera lejos de su hogar para trabajar en la gran capital, en la gran empresa
del alto edificio de colores metálicos, tuvo la mala suerte de no encontrar la
mezcla apropiada de café para él. Probó de todo: negro con leche, negro sin
leche, negro azucarado, negro acanelado, capuccino solo, capuccino caramelo/vainilla
francesa/nuez de macadamia, mocca, espresso cortado, doble, sencillo,
café vienés, irlandés, mexicano, turco, cubano, colombiano, de Kenia y Brasil,
con licor de amaretto, licor de café, cereza, naranja, piloncillo. Arábigo,
robusto, orgánicos, descafeinados, tostados medios, oscuros, claros. Martinis, muffins,
tiramisú, pasteles fríos. Cafeteras estadounidenses e italianas, prensas
francesas, aero-press, sifón, dripper, chemex, pocillos, filtros de
tela. Todo, todo probó este hombre, y ninguna mezcla, ninguna cantidad, ni
ningún mecanismo lograban satisfacer su paladar sediento del café ideal. La
accesibilidad económica y rápida (capitalista) a una buena taza, se había
convertido en algo secundario, y luego de tres años viviendo en oscuridad,
dedujo que el problema era él, que su relación con tan apreciado granito había
terminado sin que él se diera cuenta. Se odiaba a sí mismo. Consultó doctores,
especialistas, cafetaleros, baristas, y nadie podía darle una respuesta.
Lo tomaron
por loco. Y su locura, lo llevó al ensimismamiento más profundo y aburrido en
que alguien puede caer. Sin embargo, no fue hasta un verano en Porto, Portugal
–evidentemente- que su delirio no se tornó nocivo para la humanidad. Por
motivos laborales, se encontraba en una reunión con colegas de la empresa, tan
turistas como él en una tierra de lengua musical y murmurada, en un café de
luces cálidas y estilo sobrio y moderno. En un instante de distracción,
mientras todos comentaban el tan popular tema de “la crisis” de cualquier
nación, reparó en una muchacha que le decía algo a la mesera entre sorbo y
sorbo. De repente, no había nada más que mereciese su atención. La chica no
soltó la taza; se aferró a ella mientras escribía algo en el ordenador, sacaba
un libro de su bolso, hablaba por teléfono, se revisaba el maquillaje en las cejas.
Se relamía los labios con deleite, mantenía una sonrisa constante, inmutable e
ininterrumpida. Cuando acabó, dejó la taza, pagó y partió. El hombre,
intrigado, pidió como pudo un café igual al que le habían dado a aquella
muchacha. Afortunadamente la barista hablaba inglés y le dio lo que pedía, con
dos galletitas de canela para acompañar. El hombre acercó la taza a los labios como quien está
por besar a alguien que se ansía besar, y bebió... Nada. Para no entrar en
pánico, pensó en que quizá estaba siendo demasiado exigente sobre las primeras
impresiones, y bebió otro sorbo. Se relamió los labios. Absolutamente nada. Eso
era café, caliente, recién hecho, recién tostado, enteramente nuevo y fresco.
Irritado, el hombre se levantó y fue a la mesa donde estuviera la chica. Tomó
la taza, la olfateó, bebió el residuo tibio del café. Técnicamente, estaría
mejor el propio en temperatura... Pero no.
Llegó a la conclusión de que
estaba jodido, y en tanto que jodido, quería una solución. Pero mientras la
buscaba, se le llenaron el alma, la mente y el cuerpo, de una envidia
paranoica. Odiaba al café y a todos los que lo bebían, los que disfrutaban, los
que salían quince, veinte minutos antes de casa para pasar por una taza en el
camino a la escuela o al trabajo. El tiramisú le provocaba nauseas. Para
justificar su aberración, se informó sobre todas las desventajas del café,
calificando de excusas a las ventajas, y tras hacer una selección subjetiva de
lo que había hallado, pensó en que el café, antes que beneficio, era un
perjuicio para la sociedad.
Mancha los dientes, acelera el
pulso, desordena el ritmo natural de vida, y no deja de ser una droga. Estos y
otros argumentos le valieron para hacer un ensayo de 150 páginas que se
publicaron en una editorial cuyo mayor requisito, era el compromiso de aceptar
la coedición. A los dos meses, el libro ya había sido reseñado, criticado y
agotado en las primeras 35 librerías que le concedieran un apartado especial en
los corredores. El tono alarmante del escrito llevó a mucha gente a contagiarse
de un rechazo increíble hacia el café y sus consumistas. Las cadenas
televisivas dedicaron secciones de su programación a investigaciones,
documentales, reportajes filmados en distintos puntos del Trópico de Cáncer, a
fin de convertirse en partícipes y promotores de esta nueva discusión.
Starbucks, Nescafé y Nespresso, lanzaron sus campañas más importantes en sus
más de cinco décadas de historia. Muchas cafeterías fueron vandalizadas, muchos
baristas y meseros renunciaron. Las Competiciones Nacionales del Café se
convirtieron en eventos prácticamente clandestinos y los agricultores dedicados
a la cosecha empezaron a informarse sobre los cultivos de tomates y vid.
La pregunta se exponía en
distintas voces, caras y mesas, con las mismas palabras: “¿Qué debemos hacer?”.
Esta duda llevó a alguien en la ONU, a considerar que tenía razón. En una
reunión extraordinaria, fue reunida la mayor cantidad de presidentes posibles
con sus mejores asesores... Fanatismos, obsesiones, aburrimiento... Miles de
factores intervinieron en la votación que llevó, en un derroche de estupidez, a
suspender –de manera indefinida- la producción, comercialización y consumo del
café. Ante las quejas, huelgas y protestas por parte del Sector Cafetalero y
cafeinómanos, se respondió con el aviso de la prohibición absoluta.
Se eligió una fecha, se
establecieron medidas y normas de seguridad. Todo fue dispuesto. La televisión
y la radio no transmitían otra cosa. Alguien, al otro lado de las cámaras, al
otro lado de las bocinas, leía con una tristeza y rabia evidentes las palabras
que letra a letra asesinaban una cultura entera, un fragmento de la vida de millares de personas que esperaban un milagro,
algo, alguien que detuviera la horrenda masacre.
El
día en que se prohibió el café, todo se paralizó. Fuera de las universidades,
empresas, cafeterías, iglesias, restaurantes, periódicos, departamentos,
centros comerciales, instituciones públicas, hospitales, se colgaron lazos de
distintas tonalidades cafés, a manera de luto. La gente se reunió en torno a
los televisores de los cafés con más expectación que los partidos de futbol.
Los meseros se mantenían junto a las barras mirando al barista despedirse de la
máquina con el dedo índice aún titubeante junto al botón de encendido. En las
grandes plazas y las avenidas más transitadas, se apilaban todas las tazas que
los policías encontraran. Las máquinas y demás dispositivos manuales se arrojaban
en fosas cavadas en los parques infantiles. En un intento de preservar la
dignidad y el honor del noble grano, varios cafetaleros se ofrecieron como
voluntarios para quemar los cafetales que durante años habían sido más hogar
que sus propias casas. Algunas parejas se habían encerrado en las habitaciones,
y sentados en las cabeceras de las camas y el suelo, se acariciaban cabezas,
hombros, manos, absortos en recuerdos que nunca ocurrirían, en lágrimas sobre
las ojeras, en un sabor que se les escapaba de los labios, del sistema nervioso
y de la memoria, para siempre...
Mitzi E. M. Guerrero.

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