miércoles, 14 de noviembre de 2012


Sin saberlo un pedacito verde comenzó a crecer en mí

No es karma, solo causa y efecto | Jorge Macías-Sámano




Ringggggggg, ringggggggggggg, rinnggggggg…….. El despertador con su cara fosforescente y desagradable sonido, me recordaba que debía de levantarme y comenzar a organizar todo lo que tenia que llevar ese día…

 Las seis de la mañana y mi primera actividad era levantar a Luis y a Manuel, mis hermanos. Aquellos, dormidos con toda la ropa y trebejos en cima, se debatían en levantarse y quedarse. Yo insistía, lo mas tranquilo posible. Soy desesperado, siempre he sido así, sobre todo cuando se trata de viajar. Eran los finales de los 70’s e inicio de los 80’s y los Bee Gees estaban en pleno.

Cheque la lista que tenía: mangas para la lluvia, chamarras, tortas, agua, la estufita de papa (ya llena de gasolina), una ollita, cuchillo de monte y cajas de cartón, plásticos, algunas bolsas y claro, algo de dinero algo así como 20 pesos –una fortuna-. Laura iba llegando de su casa y me comenzaba ayudar llenando mochilas y haciendo algo de café.

Chucho, Pepe y Ana se subían al tren desde Buenavista, pues les quedaba mejor. Cuando menos ellos compraban boletos y ordenadamente subían al tren con destino final Acámbaro, Michoacán y partían de ahí a eso de las siete de la mañana. En cambio nosotros teníamos que estar listos, pasaditas las siete, para treparnos al tren. Resulta que Tacuba, en donde esperábamos nosotros, era una estación de paso de ese tren y por lo tanto únicamente paraba unos minutos para que los que quisieran tomarlo se alcanzaran a subir. Era divertido y a la vez peligroso. En alguna ocasión llegamos tarde y el tren ya partía; Manuel se quedo colgado y muy cerca de los rieles y yo, no se como, lo levante, en vilo con ¡solo una mano! Pero, pues solo nos reímos, éramos invencibles, todo lo podíamos, nada importaba mas que la aventura, el paseo. A distancia, ya no lo veo tan así. Pero al recordar, sonrío y la nostalgia llega.

Ya dentro del tren, nos comenzábamos hacer lugar entre una multitud conformada por personas singulares. Soldados, borrachines, uno que otro gringo aventurero, vendedores ambulantes con mercancía diversa, varios tipos de bebidas, comida de todos tipos, dulces y hasta chiles rellenos y multitud de fritangas. También iban frecuentemente indígenas, que llamábamos inditos, con mercancía para vender y muchas flores. El olor a pulque era preponderante, pues además de que se vendía a bordo, se llevaban barricas a ser vendidas en el trayecto. Ya en el vagón de segunda, pues el tren no tenia de primera, encontrábamos a nuestros amigos y compartíamos las primeras tortas del desayuno con algo de café y uno que otro refresco que comprábamos a las mujeres que los traían en cubetas. Por supuesto estaba el clásico boletero y si no mal recuerdo pagábamos cada uno dos pesos cincuenta centavos por ir hasta la estación de Salazar en el Estado de México, afuerita del DF. Salazar, ese nombre es muy querido para mí. Y aunque creo solo fui ahí una vez con mi papa, no se por qué el sitio me recuerda a él, su cara sonriente y bromista platicándonos de sus aventuras cuando era alpinista y subía los volcanes.  Mi padre tenia un ademan que me molestaba y hasta hoy en día no se porque me pasaba eso. Cuando me hablaba a manera de énfasis, me señalaba con el dedo y me tocaba. Sus manos duras y dedos aun más; de tanto trabajo como mecánico, se sentían. Lo que es la vida, ahora eso ademanes y esa sensación me gustaría sentirla, la extraño sobre manera.
El trayecto era multicolor y veíamos varias de las barrancas que hay por Contreras. Todavía estaban cubiertas de encinares enormes, que ya en otras ocasiones habíamos explorado con singular alegría, pues con todas las hojas duras y secas que tapizaban el piso de las barrancas, era una delicia deslizarse cuesta abajo, sentados, de panza o parados. Únicamente tratábamos de prever el impacto con algún maguey o piedra grade que se atravesaba en nuestro loco y escandaloso trayecto. A veces con tremendos sustos al encontrarnos con algún voladero al frente, que aunque eran pequeños (3-5 metros), no nos salvaríamos del “porrazo” si no parábamos a tiempo. ¡¡Tierra y polvo Hasta dentro delas orejas!! Jajajajaj como sudábamos, se veían los arroyos dibujados en nuestras caras.

      A veces…. ¡no!... casi siempre, cada uno de nosotros estaba asomado a alguna ventana del tren o en las puertas siempre abiertas. De tal manera que el olor del tren, entraba y se pegaba en nosotros. Pero la sensación de frescura era ¡incomparable!  <<Traca, traca, traca, traca, traca>>…. el ruido del tren ¿Cuál ruido? Nunca lo oímos, ¡solo cuando pitaba! Salazar era una estación rustica de tren que estaba a unos 15 km adelante de lo que es la Marquesa, un sitio famoso de fin de semana para los citadinos. Era un llano con una laguna natural y totalmente rodeado de pinos y oyameles. Adelante, como a unos 5 km están unos terrenos del Instituto de Energía Nuclear. El tren llegaba ahí, a Salazar, a eso de las ocho y media o nueve de la mañana. Por suerte aquí si se detenía el tren durante 15 minutos.

   Bajábamos del tren, nos cargábamos todo al hombro y comenzábamos a caminar hacia el bosque, abrigados y el campo aun con neblina. La mañana siempre era fresca y olía mejor si había llovido, en la noche. Platicando y medio jadeando, pues siempre era cuesta arriba, rodeábamos la laguna. Casi siempre aventábamos piedras para salpicarnos, siempre jugando. Otras veces solo nos pasábamos cerca de la orilla para ver quien dejaba la huella más grande en el lodo y tratar de ver uno que otro renacuajo o rana. Llegábamos a un camino de piedras algo grandes, que en realidad era una escorrentía donde bajaba el agua del cerro, pero todavía era una cárcava muy poco profunda que parecía camino. Nosotros la tomábamos no solo porque era divertido brincar de piedra en piedra, si no por la posibilidad de encontrar víboras de cascabel. En esa parte, antes de llegar al bosque y llena de macollos de pasto, las víboras abundan. Y es que los reptiles salen a calentarse con los primeros rayos del sol y así nos los encontrábamos, medio dormidos, medio fríos. Los veíamos, a veces los molestábamos, pero nunca los agarramos. Como estaban apenas desentumeciéndose, solo se movían un poco y regresaban a su posición. Nosotros seguíamos subiendo, ya casi llegábamos a los primeros arbolitos de renuevo, ahí donde los escobillos amadrinan a los oyameles y en donde había todavía uno que otro pino.

   Entrando a la arboleda de oyameles, todo cambiaba. Nos rodeaba el verdor, la humedad y el olor a bosque. Desde el suelo hasta las punta de los arboles todo era verde, verde obscuro. Y es que el suelo del bosque de oyamel esta tapizado por musgo y variedad de plantas, pero no pastos. Esto hacía una alfombra continua, suave, de color verde obscuro intenso. Una alfombra tramada por multitud de materiales, en secciones por hojas de diversas formas, colores y texturas; hongos de todos tipos y texturas; pedazos de ramas cubiertas de musgos y a veces de heno; conos de los mismos arboles y gran variedad de pequeñas plantas de flor, muchos líquenes y hepáticas. Un micro mundo verde, húmedo y suave.  Nuestro objetivo predilecto, los hongos. Por ellos, Laura, mis hermanos, mis amigos y yo caminábamos por horas. Pero mejor dicho nos arrastrábamos por todos los recovecos del bosque. Siempre andábamos sucios y con la humedad hasta los huesos. Colectando hongos, de los pequeños blancos con sombrerito de colores azul, verde o rojo; de los que parecen ramas y astas de venados; de aquellos gordos y cafés como semitas;  de los que se ven con los gnomos, rojos, amarillos y medio cafés con manchas blancas, de los naranja como zanahorias; de los que son como trompas de cochino; de los blancos con café que se deshacen y sale como tinta obscura; de los amarillos como huevitos; de los delgados blancos o violáceos como transparentes; de los que parecen pasas grandes y huecos; de los que son como leña y crecen en los troncos de arboles viejos o tirados. Todos pasaban por nuestras manos. Los sacábamos con mucho cuidado, con todo y musgo y los envolvíamos cuidadosamente en papel encerado y los íbamos acomodando en cajas. Todos eran para la colección de la escuela. Bueno, no todos, pues  bastantes de los comestibles los separábamos y los comíamos en casa.
Mientras nos arrastrábamos conocimos mucha de la fauna que muy pocas personas conocen por que son organismos pequeños y viven entre el musgo y las plantas pequeñas que cubren el suelo. Varios tipos de salamandras, arañas, insectos varios, víboras de colores,  caracoles de diversas formas, ciempiés, milpiés, alacranes y eventualmente, el único mamífero venenoso, las musarañas. Estos pequeños animales, parecidos a un ratón, son ultraligeros y tienen una mordida ponzoñosa con la que paralizan a los animales que cazan.

    Ya como a la una o dos de la tarde, ya hacia calor, el sol en todo su esplendor. Parábamos la colecta y era hora del beisbol! Nunca llevamos bat, era a mano y usábamos pelotas de esponja, varias pues se perdían fácilmente entre toda la vegetación. El campo siempre era inclinado y con multitud de hoyos, sin matas grandes, casi puro pasto. La diversión era en grande. Solo estábamos nosotros y el bosque. Así que los gritos y movimientos no molestaban a nadie. La vegetación y uno que otro pájaro y ardilla eran los espectadores. Siempre los juegos eran de ¡¡garra!! Y de agarrarse, pues los ánimos de Laura y Luis siempre se encendían y casi llegaban a golpes. Y yo, en medio literalmente de los dos, ¡mi novia y mi hermano! Pero ya después de un rato, todo volvía a la normalidad y cansados terminábamos como a eso de las tres. Para esa hora y dada la altura al nivel del mar (1900 m) y lo fresco del aire, nunca nos dábamos cuenta de todo lo que nos quemábamos. La cara y los brazos se nos ponían morenos y solo el güero Manuel se ponía rojo. Comíamos el resto de nuestras tortas y uno que otro chocolate que llevábamos. Pero siempre nos quedábamos con hambre. Comenzábamos el regreso como eso de las cuatro, pues había que llegar a la estación para tomar el tren de regreso que pasaba a las seis de la tarde. A medio camino siempre nos agarraba la lluvia y en descampado. De nada servían las mangas o plásticos. Nada nos cubría de torrente que pareciera que venia de todos lados. Nuestros pies dentro de las botas “chacualeban” y a veces hasta se nos salían!! Esos eran otros momentos inolvidables. Ya mojados y todavía a como una hora de llegada, nada nos importaba, mas que no se maltrataran los hongos. Caminábamos y corríamos, otras veces rodábamos cuesta abajo, bromeando y literalmente en éxtasis bajo el agua y el bosque rodeándonos. El agua era fría, bastante fría, pero de alguna manera eso solo lo sentíamos hasta que llegábamos a la estación y teníamos que esperar el tren que generalmente llegaba tarde, algunas veces hasta las siete de la noche. En la estación había siempre señoras vendiendo fritangas y nosotros con hambre y casi sin dinero. Entonces hacíamos una “coperacha” y entre todos comprábamos sopes y algunas quesadillas y las repartíamos. Esas frituras, nos sabían a ¡¡gloria!! Y junto a los comales nos “arrejuntábamos” para que se nos pasara algo el frio y en eso se oía el silbato del tren, ya nos íbamos de nuestro lugar mágico y hasta la próxima semana.

     En esos increíbles y felices momentos nunca pensé que mi vida estaría siempre ligada a los árboles. Sin saberlo, un pedacito verde comenzó a crecer en mí. De Salazar vinieron muchos bosques, de muchos tipos y de lugares lejanos y muy escondidos en nuestro país.

     Uno que es, o mas bien, era la “quintaesencia” de lo verde y de lo que es un bosque, era el que estaba a la entrada de un pueblecito llamado Honey, si como la miel en inglés, honey. Ese pueblo pertenece a Puebla, pero esta  solo unos minutos de Tulancingo, Hidalgo. Para describir este pedazo de bosque me gustaría ser un gran escritor, además de un gran pintor. Pero aquí va mi intención. Quizás si comienzo por decir que parecía salido de un cuento de los Hermanos Grim, esos que mi mama nos leía a la hora de la comida para que no nos peleáramos los seis hermanos.  La palabra esplendoroso y como que te quitaba el aliento, seria poca cosa, pero es lo mejor que puedo decir. El color preponderante era el verde esmeralda. No, no exagero, ese era el color. El bosque estaba formado por arboles casi todos de un pino que se llama patula, único en el mundo y solo crece en esta región. Los arboles tienen corteza rojiza tirándole a anaranjado y como que se desprende en una especie de chinitos de papel; sus hojas son de color verde claro brillante; sus ramas colgantes y sus conos de color arena, muy duros. Los arboles eran enormes y cubrían todo el dosel del bosque, y si bien le conferían una cierta penumbra, la luz entraba de tal manera que literalmente esparcía el color verde en todas direcciones. Esa penumbra mantenía condiciones únicas para ese verdor bajo el dosel. El suelo era una mullida alfombra de musgos y líquenes, principalmente estos últimos, lo que le daba el color verde esmeralda. Pero lo mas sorprendente, único y que jamás, jamás, se me olvidara y tampoco a los que conocieron ese lugar, es que esa alfombra del suelo subía y cubría, de manera muy homogénea, también los troncos de los árboles, sean en pie o tirados. Como que el verde se fundía con todo lo que tocaba y lo transformada en más verde. Esa orgia de verde tocaba a los insectos y hasta las lagartijas tenían tonos de esos verdes que les permitía perderse entre el paisaje. Era tal el asalto visual que de verdad uno esperaba que salieran los gnomos en cualquier momento. Como si fuera poco, en algunos claros del bosque había de los hongos grandes y rojos con pintas blancas, así como otros únicos del sitio que salían de las bases de los arboles y parecían bastones barnizados y con agarradera blanca. Para rematar, las casas de los lugareños eran del tipo de “dos aguas” y hechas con tejamanil (tablillas de madera sacadas de los oyameles y algunos pinos), con lo que se completaba el cuadro de una escena de cuento con gnomos y hadas. Ahora, así es, es solo un cuento, pues no existe.

      El pedacito verde se quedo dentro de mí y con los años me envolvió y ahora forma parte de mi vida diaria, de mi pensar y hasta de mi familia. Ya no se ira nunca. Aquí sigo, con los árboles. Como todas las plantas, los árboles no se mueven y  enfrentan los problemas, los peligros de frente, aparentemente inamovibles. Son de los seres vivos con mayor masa y entre los más longevos. Sobre la tierra, son los seres vivos que más influencia tienen en nuestro clima y en el mantenimiento de la atmosfera vital para los seres que respiramos oxígeno.

        Deja que el verde crezca en ti, pero no de palabra, de hecho…


Jorge Macías-Sámano

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