Sin saberlo
un pedacito verde comenzó a crecer en mí
No es
karma, solo causa y efecto | Jorge Macías-Sámano
Ringggggggg, ringggggggggggg, rinnggggggg…….. El
despertador con su cara fosforescente y desagradable sonido, me recordaba que
debía de levantarme y comenzar a organizar todo lo que tenia que llevar ese día…
Las seis
de la mañana y mi primera actividad era levantar a Luis y a Manuel, mis
hermanos. Aquellos, dormidos con toda la ropa y trebejos en cima, se debatían
en levantarse y quedarse. Yo insistía, lo mas tranquilo posible. Soy
desesperado, siempre he sido así, sobre todo cuando se trata de viajar. Eran
los finales de los 70’s e inicio de los 80’s y los Bee Gees estaban en pleno.
Cheque la lista que tenía: mangas para la
lluvia, chamarras, tortas, agua, la estufita de papa (ya llena de gasolina),
una ollita, cuchillo de monte y cajas de cartón, plásticos, algunas bolsas y
claro, algo de dinero algo así como 20 pesos –una fortuna-. Laura iba llegando
de su casa y me comenzaba ayudar llenando mochilas y haciendo algo de café.
Chucho, Pepe y Ana se subían al tren desde
Buenavista, pues les quedaba mejor. Cuando menos ellos compraban boletos y
ordenadamente subían al tren con destino final Acámbaro, Michoacán y partían de
ahí a eso de las siete de la mañana. En cambio nosotros teníamos que estar
listos, pasaditas las siete, para treparnos al tren. Resulta que Tacuba, en
donde esperábamos nosotros, era una estación de paso de ese tren y por lo tanto
únicamente paraba unos minutos para que los que quisieran tomarlo se alcanzaran
a subir. Era divertido y a la vez peligroso. En alguna ocasión llegamos tarde y
el tren ya partía; Manuel se quedo colgado y muy cerca de los rieles y yo, no
se como, lo levante, en vilo con ¡solo una mano! Pero, pues solo nos reímos,
éramos invencibles, todo lo podíamos, nada importaba mas que la aventura, el
paseo. A distancia, ya no lo veo tan así. Pero al recordar, sonrío y la
nostalgia llega.
Ya dentro del tren, nos comenzábamos hacer
lugar entre una multitud conformada por personas singulares. Soldados, borrachines,
uno que otro gringo aventurero, vendedores ambulantes con mercancía diversa,
varios tipos de bebidas, comida de todos tipos, dulces y hasta chiles rellenos
y multitud de fritangas. También iban frecuentemente indígenas, que llamábamos
inditos, con mercancía para vender y muchas flores. El olor a pulque era
preponderante, pues además de que se vendía a bordo, se llevaban barricas a ser
vendidas en el trayecto. Ya en el vagón de segunda, pues el tren no tenia de
primera, encontrábamos a nuestros amigos y compartíamos las primeras tortas del
desayuno con algo de café y uno que otro refresco que comprábamos a las mujeres
que los traían en cubetas. Por supuesto estaba el clásico boletero y si no mal
recuerdo pagábamos cada uno dos pesos cincuenta centavos por ir hasta la
estación de Salazar en el Estado de México, afuerita del DF. Salazar, ese
nombre es muy querido para mí. Y aunque creo solo fui ahí una vez con mi papa,
no se por qué el sitio me recuerda a él, su cara sonriente y bromista
platicándonos de sus aventuras cuando era alpinista y subía los volcanes. Mi padre tenia un ademan que me molestaba y
hasta hoy en día no se porque me pasaba eso. Cuando me hablaba a manera de
énfasis, me señalaba con el dedo y me tocaba. Sus manos duras y dedos aun más;
de tanto trabajo como mecánico, se sentían. Lo que es la vida, ahora eso ademanes
y esa sensación me gustaría sentirla, la extraño sobre manera.
El trayecto era multicolor y veíamos varias de las barrancas que hay por
Contreras. Todavía estaban cubiertas de encinares enormes, que ya en otras
ocasiones habíamos explorado con singular alegría, pues con todas las hojas
duras y secas que tapizaban el piso de las barrancas, era una delicia
deslizarse cuesta abajo, sentados, de panza o parados. Únicamente tratábamos de
prever el impacto con algún maguey o piedra grade que se atravesaba en nuestro
loco y escandaloso trayecto. A veces con tremendos sustos al encontrarnos con algún
voladero al frente, que aunque eran pequeños (3-5 metros), no nos salvaríamos
del “porrazo” si no parábamos a tiempo. ¡¡Tierra y polvo Hasta dentro delas
orejas!! Jajajajaj como sudábamos, se veían los arroyos dibujados en nuestras
caras.
A veces…. ¡no!... casi siempre, cada uno de nosotros estaba asomado a
alguna ventana del tren o en las puertas siempre abiertas. De tal manera que el
olor del tren, entraba y se pegaba en nosotros. Pero la sensación de frescura
era ¡incomparable! <<Traca, traca,
traca, traca, traca>>…. el ruido del tren ¿Cuál ruido? Nunca lo oímos, ¡solo
cuando pitaba! Salazar era una estación rustica de tren que estaba a unos 15 km
adelante de lo que es la Marquesa, un sitio famoso de fin de semana para los
citadinos. Era un llano con una laguna natural y totalmente rodeado de pinos y
oyameles. Adelante, como a unos 5 km están unos terrenos del Instituto de
Energía Nuclear. El tren llegaba ahí, a Salazar, a eso de las ocho y media o
nueve de la mañana. Por suerte aquí si se detenía el tren durante 15 minutos.
Bajábamos del tren, nos cargábamos todo al hombro y comenzábamos a
caminar hacia el bosque, abrigados y el campo aun con neblina. La mañana
siempre era fresca y olía mejor si había llovido, en la noche. Platicando y
medio jadeando, pues siempre era cuesta arriba, rodeábamos la laguna. Casi
siempre aventábamos piedras para salpicarnos, siempre jugando. Otras veces solo
nos pasábamos cerca de la orilla para ver quien dejaba la huella más grande en
el lodo y tratar de ver uno que otro renacuajo o rana. Llegábamos a un camino
de piedras algo grandes, que en realidad era una escorrentía donde bajaba el
agua del cerro, pero todavía era una cárcava muy poco profunda que parecía
camino. Nosotros la tomábamos no solo porque era divertido brincar de piedra en
piedra, si no por la posibilidad de encontrar víboras de cascabel. En esa
parte, antes de llegar al bosque y llena de macollos de pasto, las víboras
abundan. Y es que los reptiles salen a calentarse con los primeros rayos del
sol y así nos los encontrábamos, medio dormidos, medio fríos. Los veíamos, a
veces los molestábamos, pero nunca los agarramos. Como estaban apenas
desentumeciéndose, solo se movían un poco y regresaban a su posición. Nosotros
seguíamos subiendo, ya casi llegábamos a los primeros arbolitos de renuevo, ahí
donde los escobillos amadrinan a los oyameles y en donde había todavía uno que
otro pino.
Entrando a la arboleda de oyameles, todo cambiaba. Nos rodeaba el verdor,
la humedad y el olor a bosque. Desde el suelo hasta las punta de los arboles
todo era verde, verde obscuro. Y es que el suelo del bosque de oyamel esta
tapizado por musgo y variedad de plantas, pero no pastos. Esto hacía una
alfombra continua, suave, de color verde obscuro intenso. Una alfombra tramada por
multitud de materiales, en secciones por hojas de diversas formas, colores y
texturas; hongos de todos tipos y texturas; pedazos de ramas cubiertas de musgos
y a veces de heno; conos de los mismos arboles y gran variedad de pequeñas
plantas de flor, muchos líquenes y hepáticas. Un micro mundo verde, húmedo y
suave. Nuestro objetivo predilecto, los
hongos. Por ellos, Laura, mis hermanos, mis amigos y yo caminábamos por horas.
Pero mejor dicho nos arrastrábamos por todos los recovecos del bosque. Siempre
andábamos sucios y con la humedad hasta los huesos. Colectando hongos, de los
pequeños blancos con sombrerito de colores azul, verde o rojo; de los que
parecen ramas y astas de venados; de aquellos gordos y cafés como semitas; de los que se ven con los gnomos, rojos,
amarillos y medio cafés con manchas blancas, de los naranja como zanahorias; de
los que son como trompas de cochino; de los blancos con café que se deshacen y
sale como tinta obscura; de los amarillos como huevitos; de los delgados blancos
o violáceos como transparentes; de los que parecen pasas grandes y huecos; de
los que son como leña y crecen en los troncos de arboles viejos o tirados.
Todos pasaban por nuestras manos. Los sacábamos con mucho cuidado, con todo y
musgo y los envolvíamos cuidadosamente en papel encerado y los íbamos
acomodando en cajas. Todos eran para la colección de la escuela. Bueno, no
todos, pues bastantes de los comestibles
los separábamos y los comíamos en casa.
Mientras nos arrastrábamos conocimos mucha de la fauna que muy pocas
personas conocen por que son organismos pequeños y viven entre el musgo y las
plantas pequeñas que cubren el suelo. Varios tipos de salamandras, arañas,
insectos varios, víboras de colores,
caracoles de diversas formas, ciempiés, milpiés, alacranes y
eventualmente, el único mamífero venenoso, las musarañas. Estos pequeños
animales, parecidos a un ratón, son ultraligeros y tienen una mordida ponzoñosa
con la que paralizan a los animales que cazan.
Ya como a la una o dos de la tarde, ya hacia calor, el sol en todo su
esplendor. Parábamos la colecta y era hora del beisbol! Nunca llevamos bat, era
a mano y usábamos pelotas de esponja, varias pues se perdían fácilmente entre
toda la vegetación. El campo siempre era inclinado y con multitud de hoyos, sin
matas grandes, casi puro pasto. La diversión era en grande. Solo estábamos
nosotros y el bosque. Así que los gritos y movimientos no molestaban a nadie.
La vegetación y uno que otro pájaro y ardilla eran los espectadores. Siempre
los juegos eran de ¡¡garra!! Y de agarrarse, pues los ánimos de Laura y Luis
siempre se encendían y casi llegaban a golpes. Y yo, en medio literalmente de
los dos, ¡mi novia y mi hermano! Pero ya después de un rato, todo volvía a la
normalidad y cansados terminábamos como a eso de las tres. Para esa hora y dada
la altura al nivel del mar (1900 m) y lo fresco del aire, nunca nos dábamos
cuenta de todo lo que nos quemábamos. La cara y los brazos se nos ponían
morenos y solo el güero Manuel se ponía rojo. Comíamos el resto de nuestras
tortas y uno que otro chocolate que llevábamos. Pero siempre nos quedábamos con
hambre. Comenzábamos el regreso como eso de las cuatro, pues había que llegar a
la estación para tomar el tren de regreso que pasaba a las seis de la tarde. A
medio camino siempre nos agarraba la lluvia y en descampado. De nada servían
las mangas o plásticos. Nada nos cubría de torrente que pareciera que venia de
todos lados. Nuestros pies dentro de las botas “chacualeban” y a veces hasta se
nos salían!! Esos eran otros momentos inolvidables. Ya mojados y todavía a como
una hora de llegada, nada nos importaba, mas que no se maltrataran los hongos.
Caminábamos y corríamos, otras veces rodábamos cuesta abajo, bromeando y
literalmente en éxtasis bajo el agua y el bosque rodeándonos. El agua era fría,
bastante fría, pero de alguna manera eso solo lo sentíamos hasta que llegábamos
a la estación y teníamos que esperar el tren que generalmente llegaba tarde, algunas
veces hasta las siete de la noche. En la estación había siempre señoras
vendiendo fritangas y nosotros con hambre y casi sin dinero. Entonces hacíamos
una “coperacha” y entre todos comprábamos sopes y algunas quesadillas y las
repartíamos. Esas frituras, nos sabían a ¡¡gloria!! Y junto a los comales nos
“arrejuntábamos” para que se nos pasara algo el frio y en eso se oía el silbato
del tren, ya nos íbamos de nuestro lugar mágico y hasta la próxima semana.
En esos increíbles y felices momentos nunca pensé que mi vida estaría
siempre ligada a los árboles. Sin saberlo, un pedacito verde comenzó a crecer
en mí. De Salazar vinieron muchos bosques, de muchos tipos y de lugares lejanos
y muy escondidos en nuestro país.
Uno que es, o mas bien, era la “quintaesencia” de lo verde y de lo que
es un bosque, era el que estaba a la entrada de un pueblecito llamado Honey, si
como la miel en inglés, honey. Ese pueblo pertenece a Puebla, pero esta solo unos minutos de Tulancingo, Hidalgo. Para
describir este pedazo de bosque me gustaría ser un gran escritor, además de un
gran pintor. Pero aquí va mi intención. Quizás si comienzo por decir que
parecía salido de un cuento de los Hermanos Grim, esos que mi mama nos leía a
la hora de la comida para que no nos peleáramos los seis hermanos. La palabra esplendoroso y como que te quitaba
el aliento, seria poca cosa, pero es lo mejor que puedo decir. El color
preponderante era el verde esmeralda. No, no exagero, ese era el color. El bosque
estaba formado por arboles casi todos de un pino que se llama patula, único en
el mundo y solo crece en esta región. Los arboles tienen corteza rojiza
tirándole a anaranjado y como que se desprende en una especie de chinitos de
papel; sus hojas son de color verde claro brillante; sus ramas colgantes y sus conos
de color arena, muy duros. Los arboles eran enormes y cubrían todo el dosel del
bosque, y si bien le conferían una cierta penumbra, la luz entraba de tal
manera que literalmente esparcía el color verde en todas direcciones. Esa
penumbra mantenía condiciones únicas para ese verdor bajo el dosel. El suelo
era una mullida alfombra de musgos y líquenes, principalmente estos últimos, lo
que le daba el color verde esmeralda. Pero lo mas sorprendente, único y que
jamás, jamás, se me olvidara y tampoco a los que conocieron ese lugar, es que
esa alfombra del suelo subía y cubría, de manera muy homogénea, también los
troncos de los árboles, sean en pie o tirados. Como que el verde se fundía con
todo lo que tocaba y lo transformada en más verde. Esa orgia de verde tocaba a
los insectos y hasta las lagartijas tenían tonos de esos verdes que les permitía
perderse entre el paisaje. Era tal el asalto visual que de verdad uno esperaba
que salieran los gnomos en cualquier momento. Como si fuera poco, en algunos
claros del bosque había de los hongos grandes y rojos con pintas blancas, así
como otros únicos del sitio que salían de las bases de los arboles y parecían
bastones barnizados y con agarradera blanca. Para rematar, las casas de los
lugareños eran del tipo de “dos aguas” y hechas con tejamanil (tablillas de
madera sacadas de los oyameles y algunos pinos), con lo que se completaba el
cuadro de una escena de cuento con gnomos y hadas. Ahora, así es, es solo un cuento,
pues no existe.
El pedacito verde se quedo dentro de mí y con los años me envolvió y
ahora forma parte de mi vida diaria, de mi pensar y hasta de mi familia. Ya no
se ira nunca. Aquí sigo, con los árboles. Como todas las plantas, los árboles
no se mueven y enfrentan los problemas,
los peligros de frente, aparentemente inamovibles. Son de los seres vivos con
mayor masa y entre los más longevos. Sobre la tierra, son los seres vivos que
más influencia tienen en nuestro clima y en el mantenimiento de la atmosfera
vital para los seres que respiramos oxígeno.
Deja que el verde crezca en ti, pero no de palabra, de hecho…
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